domingo, 17 de noviembre de 2013

La luz traspuso una grieta

Grieta. Fotografía de Gonzáles Pedemonte

La luz traspuso una grieta;
de repente empezó a llover
el azúcar quemado de la tarde;
todos los aldeanos
degustaban el cielo, los últimos granates
del cielo que caía.

Entonces fue cuando me olvidé;
nada más me olvidé.
Sólo recordaba la sed de las manos.
También sentía
el corazón magnánimo con su ritmo de furias,
y una mirada rebosante de estrellas vacías,
esas que casi oscurecen el centro de la galaxia.
¿Qué cómo es una estrella vacía?
Las estrellas vacías no dan aroma,
sólo son una claridad difusa
como unos pies desnudos que orillados se intuyen en el agua
o una madre soñando en su útero un niño casi transparente.

La luz atravesó la grieta, la última grieta;
entonces fue cuando decidí desaparecer.
Pero antes comprobé que todo se cumplía en la disolución.
De los rompientes de la tierra
solo quedaban redes de frío que alargaban los vientos
y la configurada dicha de mi cuerpo en la cumbre.
Todo iba por fin desvaneciéndose.

Ahora,
salpicado de algún que otro espacio,
el tiempo es cada vez más mío.
Lo malo es todo este olvido amontonado,
siempre aislado entre recuerdos,
tal como ocurre en esos calveros del monte
donde los árboles parecen proteger la evidencia de una nada.

Aunque los años devuelven algunas cosas,
siempre cambian desperdicios
y mareas resecas por raíces vivaces
desesperadamente buscando sus tallos.

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