viernes, 5 de septiembre de 2014
La lámpara roja
Two Models on a Kilim Rug with Mirror. Philip Pearlstein
Ella siempre mostraba
los coágulos nevados de su sexo,
el recelo nervioso en el que sumergíamos
nuestros melocotones más brillantes.
Cuando su piel rosada lo recubría todo,
entrábamos en éxtasis;
sentíamos, volviendo hacia atrás,
siempre marchitos, los mismos sentimientos.
También mostraba sus brazos desnudos
con una exuberancia de perfumes
que la encumbraban más allá de las cortinas,
excitando los lienzos
de la pared, las mesas, la habitación entera
y el inapelable arrebato de su humedad.
La bocanada femenina
afloraba por las ventanas
y se impregnaba
en las esquinas de las calles,
en los portales de las casas,
en el rocío de los árboles,
en los propios cimientos de la tarde.
Entonces golpeábamos en los amores propios,
los más impropios de todos los amores,
mientras unas garras pacíficas
destrozaban nuestra razón.
Al final se encendía una lámpara roja
que lo envolvía todo en un humo sanguinolento.
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