lunes, 18 de julio de 2011

Jardín de vivo invierno


Rieles al atardecer. Edward Hooper

De ancho tronco de madera parda
donde se allega un dios harto de luz.
Donde encuentra la carne su reposo,
retorna y se retuerce en exclusiones,
destierros de ateridos laberintos.
Donde el bosque es aroma desdeñado,
destruido por un mar prehistórico;
duro y extenso pecho
—cuero rasgado en el olvido.
Donde la ruta gira voluntades;
se pierden a lo lejos
—escapan inasibles, ignoradas,
nubladas de dolor.
Donde una playa yerma desmorona
diversos centros del mirar;
se extinguen en su tránsito indecible,
centellean y quiebran al instante.
Allí, donde tu cuerpo excita
el breve encuentro de la piel,
y gime su orfandad inescrutable.

En la luz, arcos, ruedas, pone el tiempo.
Tu frente, aligerando sueño y aire:
¿será piedra, menguada sima… rosa?
¿Yacerá arrugado el fulgor?
¿Florecerán prodigios
husmeando en un desván de rostros increíbles?

Pones el porvenir en el balcón,
libre al fuego lejano, suelto al rojo,
condenado al momento fronterizo
que es futuro de ahí, cercándote,
instigando enemigos impasibles.
Ese relámpago es desolador
—cruel esterilidad de la renuncia.

Las tropas del valor, casi cadáveres,
son mazos de conciencia
esperando un jardín de vivo invierno.

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