miércoles, 19 de febrero de 2014

Mis manos se convierten en dos ataúdes de silencio

Ofelia. Jacinta Gil Roncalés


Su vestido quedó tirado en la ribera, pero su cuerpo, disuelto rápidamente,
se perdió entre piedras y lodo.
Se reintegró en su estrato correspondiente, como un detrito más
del sueño geológico del planeta.

Mucho tiempo después, cuando el agua se evaporó,
la divisé de nuevo, en esas formas caprichosas que las nubes moldean.

Sí, todo en ella fue apariencia.
Aparentaba un cuerpo que al moverse
parecía seducir otros cuerpos
imaginarios.

Creo que aquella escena
imborrable ocurrió en la Sierra de Lobos.
La noche estaba enferma y las parejas del amor yacían pudriéndose
en las hamacas.
Muy adentro del bosque, mirando fijamente las hojas caídas
pero sin asumir la nieve muerta,
escrutábamos nuestra perversidad.

Desde su desaparición, yo fabrico mis propios días o vivo los que están ya hechos,
que son los más inesperados.

Éramos muy felices,
porque cuando nos besábamos poníamos alfileres en los labios.
Al recordarla,
mis lágrimas se precipitan desde un ruido ensordecedor
y mis manos se convierten en dos ataúdes de silencio.

A la tarde, en las playas, sus caderas siempre ciegas y balbucientes,
aun quedan dibujadas en la arena cuando descansa el viento al mediodía.
La imagen de sus chanclas vacías y sus gafas de sol tiradas en el suelo
abren en mí una sensación de abandono quieto e irrecuperable.
Son objetos vivaces con un alma extraplana,
indiferentes a la salvación eterna.

Vengas con las grandes hojas de la sed.
Vengas con la muerte
mar adentro,
con una nube de frío,
con las orillas de sombra
o de lluvia,
jamás la seda parda de la tierra curará la herida de tu tiempo.

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